"Los medios de comunicación son la entidad más poderosa de la Tierra. Ellos tienen el poder de hacer culpable al inocente e inocente al culpable y éste es el poder. Porque ellos controlan la mente de las masas." (Malcolm X)

domingo, 4 de agosto de 2019

Textos argumentativos para trabajar en clase


EL PAÍS                                        25 de abril de 1999

Una muerte tan dulce

¿Tiene derecho un enfermo terminal a pedir el fin de sus días?

Por Mario Vargas Llosa

Luego de cuatro procesos en los que fue absuelto, el Dr. Jack Kevorkian, de setenta años de edad, y que, según confesión propia, ha ayudado a morir a 130 enfermos terminales, ha sido condenado en su quinto proceso, por un tribunal del Estado norteamericano donde nació (Michigan), a una pena de entre 10 y 25 años de prisión. En señal de protesta, el Doctor Muerte, como lo bautizó la prensa, se ha declarado en huelga de hambre. Por una curiosa coincidencia, el mismo día que el Dr. Kevorkian dejaba de comer, el Estado de Michigan prohibía que las autoridades carcelarias alimentaran a la fuerza a los reclusos en huelga de hambre: deberán limitarse a explicar por escrito al huelguista las posibles consecuencias mortales de su decisión. Con impecable lógica, los abogados de Kevorkian preguntan si esta política oficial del Estado con los huelguistas de hambre no equivale a "asistir a los suicidas", es decir a practicar el delito por el que el célebre Doctor se halla entre rejas.
Aunque había algo tétrico y macabro en sus apariciones televisivas, en su falta de humor, en su temática unidimensional, Jack Kevorkian es un auténtico héroe de nuestro tiempo, porque su cruzada a favor de la eutanasia ha contribuido a que este tema tabú salga de las catacumbas, salte a la luz pública y sea discutido en todo el mundo. Su `cruzada', como él la llamó, ha servido para que mucha gente abra los ojos sobre una monstruosa injusticia: que enfermos incurables, sometidos a padecimientos indecibles, que quisieran poner fin a la pesadilla que es su vida, sean obligados a seguir sufriendo por una legalidad que proclama una universal "obligación de vivir". Se trata, por supuesto, de un atropello intolerable a la soberanía individual y una intrusión del Estado reñida con un derecho humano básico. Decidir si uno quiere o no vivir (el problema primordial de la filosofía, escribió Camus en El mito de Sísifo) es algo absolutamente personal, una elección donde la libertad del individuo debería poder ejercitarse sin coerciones y ser rigurosamente respetada, un acto, por lo demás, cuyas consecuencias sólo atañen a quien lo ejecuta.
Un lastre considerable. De hecho ocurre así, cuando quienes toman la decisión de poner fin a sus vidas son personas que pueden valerse por sí mismas y no necesitan ser "asistidas". Esto es, quizás, lo más lamentable de la maraña de hipocresías, paradojas y prejuicios que rodean al debate sobre la eutanasia. La prohibición legal de matarse no ha impedido a un solo suicida dispararse un pistoletazo, tomar estricnina o lanzarse al vacío cuando llegó a la conclusión de que no valía la pena continuar viviendo. Y ningún suicida frustrado ha ido a la cárcel por transgredir la ley que obliga a los seres humanos a vivir. Sólo quienes no están en condiciones físicas de poder llevar a cabo su voluntad de morir -pacientes terminales reducidos a grados extremos de invalidez-, es decir a quienes más tormento físico y anímico acarrea la norma legal, se ven condenados a acatar la prohibición burocrática de morir por mano propia. Contra esta crueldad estúpida combatía desde hace tres décadas el Dr. Jack Kevorkian, a sabiendas de que tarde o temprano sería derrotado. Pero, incluso desde detrás de los barrotes, su caso sirve para demostrar que, en ciertos temas, como el de la eutanasia, la civilización occidental arrastra todavía -la culpa es de la religión, sempiterna adversaria de la libertad humana- un considerable lastre de barbarie. Porque no es menos inhumano privar de la muerte a quien lúcidamente la reclama ya que la vida se le ha vuelto un suplicio, que arrebatar la existencia a quien quiere vivir.
Sin embargo, pese a la ciudadela de incomprensión y de ceguera que reina todavía en torno a la eutanasia, algunos pasos se van dando en la buena dirección. Igual que en lo tocante a las drogas, los homosexuales o la integración social y política de las minorías inmigrantes, Holanda es el ejemplo más dinámico de una democracia liberal: un país que experimenta, renueva, ensaya nuevas fórmulas, y no teme jugar a fondo, en todos los órdenes sociales y culturales, la carta de la libertad.
Tengo siempre muy vivo en la memoria un documental televisivo holandés, que vi hace dos años, en Montecarlo, donde era jurado de un concurso de televisión. Fue, de lejos, la obra que más nos impresionó, pero como el tema del documental hería frontalmente las convicciones religiosas de algunos de mis colegas, no se pudo premiarlo, sólo mencionarlo en el fallo final como un notable documento en el controvertido debate sobre la eutanasia.
Un documental ilustrativo. Los personajes no eran actores, encarnaban sus propios roles. Al principio, un antiguo marino, que había administrado luego un pequeño bar en Amsterdam y vivía solo con su esposa, visitaba a su médico para comunicarle que, dado el incremento continuo de los dolores que padecía -debido a una enfermedad degenerativa incurable- había decidido acelerar su muerte. Venía a pedirle ayuda. ¿Podía prestársela? La película seguía con meticuloso detallismo todo el proceso que la legislación exigía para aquella muerte asistida. Informar a las autoridades del Ministerio de Salud de la decisión, someterse a un examen médico de otros facultativos que confirmara el diagnóstico de paciente terminal, y refrendar ante un funcionario de aquella entidad, que verificaba el buen estado de sus facultades mentales, su voluntad de morir. La muerte tiene lugar, al final, bajo la cámara filmadora, en la casa del enfermo, rodeado de su mujer y del médico que le administra la inyección letal. Durante el proceso, en todo momento, aún instantes previos al suicidio, el paciente se halla informado por su médico respecto a los avances de su enfermedad y consultado una y otra vez sobre la firmeza de su decisión. En el momento de mayor dramatismo del documental, el médico, al ponerle la última inyección, advierte al paciente que, si antes de perder el sentido, se arrepentía, podía indicárselo con el simple movimiento de un dedo, para suspender él la operación e intentar reanimarlo.
Como este documental, que se ha difundido en algunos países europeos y prohibido en muchos más, provocando ruidosas polémicas, fue filmado con el consentimiento de los personajes y es promovido por las asociaciones que defienden la eutanasia, se lo ha acusado de `propagandístico', algo que sin duda es. Pero ello no le resta autenticidad ni poder de persuasión. Su gran mérito es mostrar cómo una sociedad civilizada puede ayudar a dar el paso definitivo a quien, por razones físicas y morales, ve en la muerte una forma de liberación, tomando al mismo tiempo todas las precauciones debidas para asegurarse de que esta es una decisión genuina, tomada en perfecto estado de lucidez, con conocimiento de causa cabal de lo que ella significa. Y procurando aliviar, con ayuda de la ciencia, los traumas y desgarros del tránsito.
La más grave de las decisiones. El horror a la muerte está profundamente anclado en la cultura occidental, debido sobre todo a la idea cristiana de la trascendencia y del castigo eterno que amenaza al pecador. A diferencia de lo que ocurre en ciertas culturas asiáticas, impregnadas por el budismo por ejemplo, donde la muerte aparece como una continuación de la vida, como una reencarnación en la que el ser cambia y se renueva pero no deja nunca de existir, la muerte, en Occidente, significa la pérdida absoluta de la vida -la única vida comprobable y vivible a través del propio yo-, y su sustitución por una vaga, incierta, inmaterial vida de un alma cuya naturaleza e identidad resultan siempre escurridizas e inapresables para las facultades terrenales del más convencido creyente de la trascendencia. Por eso, la decisión de poner fin a la vida es la más grave y tremenda que puede tomar un ser humano. Muchas veces se adopta en un arrebato de irracionalidad, de confusión o desvarío, y no es entonces propiamente una elección, sino, en cierta forma, un accidente. Pero ese no es nunca el caso de un enfermo terminal, quien, precisamente por el estado de indefensión extrema en que se halla y la impotencia física en que su condición lo ha puesto, tiene tiempo, perspectiva y circunstancias sobradas para decidir con serenidad, sopesando su decisión, y no de manera irreflexiva. Para esos 130 desdichados que, violando la ley, ayudó a morir, el Dr. Jack Kevorkian no fue el ángel de la muerte, sino el de la compasión y la paz.


FORUM LIBERTAS Digital                                17 de junio de 2004


Contra la eutanasia
Por Pablo J. Gines
La votación del martes en las Cortes fue abrumadoramente contraria a la propuesta de Esquerra Republicana de Catalunya de legalizar la eutanasia, pero el Partido Socialista se opuso sólo alegando una cuestión de procedimiento, y dejó el tema para futuras reformas. Puesto que los defensores de la eutanasia mantienen agitado el debate social en todo el mundo occidental, es bueno tener claro por qué no es bueno legalizar la eutanasia.
En primer lugar, la eutanasia legal trae consecuencias evitables en la sociedad. Por un lado, favorece una “pendiente peligrosa” en contra del derecho a la vida en otros campos. Por ejemplo, en Holanda, la eutanasia se aplica no ya a enfermos, sino simplemente a gente que no quiere vivir, como el senador socialista octogenario Brongersma, que pidió y logró ser “finalizado” no porque estuviese enfermo o deprimido, sino porque estaba cansado de vivir. (…)
Por otro lado, la eutanasia, como el suicidio, es contagiosa. Una vez que una persona deprimida se suicida, otras personas deprimidas de su entorno pueden copiar su comportamiento con más facilidad. Esto es así en suicidios con o sin asistencia, lo cual incluye la eutanasia.
Esta ley, además, dificultaría el trabajo de los terapeutas que trabajan con minusválidos, deprimidos, enfermos. Las personas que ayudan a otros a vivir con una grave minusvalía o en duras circunstancias ven su trabajo saboteado por la otra opción, la eutanasia, que legalizada aparece con atractiva insistencia como una salida fácil para el enfermo.
En segundo lugar, la posibilidad de la eutanasia tiene incidencia en las relaciones humanas. Empeora, por ejemplo, la relación médico-paciente e incluso la relación paciente-familiares, ya que ¿cómo podrían los enfermos, ancianos o incapacitados seguir manteniendo aquella plena confianza en quienes, hasta ahora, tenían por obligación —casi sagrada— procurar la sanación de sus dolencias? ¿Quién impondrá a la víctima potencial el deber de confiar en su verdugo? ¿Quién podrá devolver a los enfermos holandeses su sentimiento de confianza en la clase médica? ¿Y cómo creer en que el médico va a esforzarse por sus vidas si los mismos parientes presionan en un sentido contrario?
Por otra parte, la muerte asistida no es solicitada por personas libres, sino casi siempre por personas deprimidas, mental o emocionalmente trastornadas. Cuando uno está sólo, anciano, enfermo, paralítico tras un accidente, es fácil sufrir ansiedad y depresión que llevan a querer morir. En un país sin eutanasia, los médicos y terapeutas se esfuerzan por curar esta depresión, devolver las ganas de vivir y casi siempre tienen éxito si el entorno ayuda. Por el contrario, en un país con eutanasia, en vez de esforzarse por eliminar la depresión, se tiende a eliminar al deprimido “porque lo pide”.
En tercer lugar, fundamentalmente, la eutanasia pervierte la ética médica que, desde Hipócrates, se ha centrado en eliminar el dolor, no en eliminar al enfermo. Por eso, la solución no es la muerte sino la inversión en cuidados paliativos que ayuden al enfermo a morir sin dolor.
Por su parte, muchos médicos insisten en que la eutanasia, como el aborto, no son actos médicos, ya que el fin de la medicina es curar y, si no se puede curar, al menos, mitigar el dolor, y en todo caso atender y acompañar. La eutanasia no cura nada. Los médicos que entran en una mentalidad eutanásica la incorporan a toda su visión profesional y olvidan a Hipócrates.
Finalmente, desde el punto de vista de los derechos humanos, la eutanasia está lejos de ser uno. No está recogido, por ejemplo, en el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Según su Tribunal, en el caso de Dianne Pretty en el año 2002, no existe el derecho a procurarse la muerte, ya sea de manos de un tercero o con asistencia de autoridades públicas, ya que el derecho a la autonomía personal no es superior al deber de los Estados de amparar la vida de los individuos bajo su jurisdicción.
(…)
Con todo, el mejor argumento contra la eutanasia siempre será el testimonio de miles de hombres y mujeres en circunstancias dificilísimas que, apoyándose mutuamente, con la ayuda de sus valores, su familia, amigos o profesionales demuestran día a día que la dignidad del hombre les lleva a vivir y enriquecer la vida de otros.