EL PAÍS 25 de abril de 1999
Una muerte tan dulce
¿Tiene derecho un enfermo terminal a pedir el fin de sus días?
Por Mario Vargas Llosa
Luego de cuatro procesos en los que fue absuelto, el
Dr. Jack Kevorkian, de setenta años de edad, y que, según confesión propia, ha
ayudado a morir a 130 enfermos terminales, ha sido condenado en su quinto
proceso, por un tribunal del Estado norteamericano donde nació (Michigan), a
una pena de entre 10 y 25 años de prisión. En señal de protesta, el Doctor
Muerte, como lo bautizó la prensa, se ha declarado en huelga de hambre. Por una
curiosa coincidencia, el mismo día que el Dr. Kevorkian dejaba de comer, el
Estado de Michigan prohibía que las autoridades carcelarias alimentaran a la
fuerza a los reclusos en huelga de hambre: deberán limitarse a explicar por
escrito al huelguista las posibles consecuencias mortales de su decisión. Con
impecable lógica, los abogados de Kevorkian preguntan si esta política oficial
del Estado con los huelguistas de hambre no equivale a "asistir a los
suicidas", es decir a practicar el delito por el que el célebre Doctor se
halla entre rejas.
Aunque había algo tétrico y macabro en sus apariciones
televisivas, en su falta de humor, en su temática unidimensional, Jack
Kevorkian es un auténtico héroe de nuestro tiempo, porque su cruzada a favor de
la eutanasia ha contribuido a que este tema tabú salga de las catacumbas, salte
a la luz pública y sea discutido en todo el mundo. Su `cruzada', como él la llamó,
ha servido para que mucha gente abra los ojos sobre una monstruosa injusticia:
que enfermos incurables, sometidos a padecimientos indecibles, que quisieran
poner fin a la pesadilla que es su vida, sean obligados a seguir sufriendo por
una legalidad que proclama una universal "obligación de vivir". Se
trata, por supuesto, de un atropello intolerable a la soberanía individual y
una intrusión del Estado reñida con un derecho humano básico. Decidir si uno
quiere o no vivir (el problema primordial de la filosofía, escribió Camus en El
mito de Sísifo) es algo absolutamente personal, una elección donde la libertad
del individuo debería poder ejercitarse sin coerciones y ser rigurosamente
respetada, un acto, por lo demás, cuyas consecuencias sólo atañen a quien lo
ejecuta.
Un lastre considerable. De hecho ocurre así, cuando
quienes toman la decisión de poner fin a sus vidas son personas que pueden
valerse por sí mismas y no necesitan ser "asistidas". Esto es,
quizás, lo más lamentable de la maraña de hipocresías, paradojas y prejuicios
que rodean al debate sobre la eutanasia. La prohibición legal de matarse no ha
impedido a un solo suicida dispararse un pistoletazo, tomar estricnina o
lanzarse al vacío cuando llegó a la conclusión de que no valía la pena continuar
viviendo. Y ningún suicida frustrado ha ido a la cárcel por transgredir la ley
que obliga a los seres humanos a vivir. Sólo quienes no están en condiciones
físicas de poder llevar a cabo su voluntad de morir -pacientes terminales
reducidos a grados extremos de invalidez-, es decir a quienes más tormento
físico y anímico acarrea la norma legal, se ven condenados a acatar la
prohibición burocrática de morir por mano propia. Contra esta crueldad estúpida
combatía desde hace tres décadas el Dr. Jack Kevorkian, a sabiendas de que
tarde o temprano sería derrotado. Pero, incluso desde detrás de los barrotes,
su caso sirve para demostrar que, en ciertos temas, como el de la eutanasia, la
civilización occidental arrastra todavía -la culpa es de la religión, sempiterna
adversaria de la libertad humana- un considerable lastre de barbarie. Porque no
es menos inhumano privar de la muerte a quien lúcidamente la reclama ya que la
vida se le ha vuelto un suplicio, que arrebatar la existencia a quien quiere
vivir.
Sin embargo, pese a la ciudadela de incomprensión y de
ceguera que reina todavía en torno a la eutanasia, algunos pasos se van dando
en la buena dirección. Igual que en lo tocante a las drogas, los homosexuales o
la integración social y política de las minorías inmigrantes, Holanda es el
ejemplo más dinámico de una democracia liberal: un país que experimenta,
renueva, ensaya nuevas fórmulas, y no teme jugar a fondo, en todos los órdenes
sociales y culturales, la carta de la libertad.
Tengo siempre muy vivo en la memoria un documental
televisivo holandés, que vi hace dos años, en Montecarlo, donde era jurado de
un concurso de televisión. Fue, de lejos, la obra que más nos impresionó, pero
como el tema del documental hería frontalmente las convicciones religiosas de algunos
de mis colegas, no se pudo premiarlo, sólo mencionarlo en el fallo final como
un notable documento en el controvertido debate sobre la eutanasia.
Un documental ilustrativo. Los personajes no eran
actores, encarnaban sus propios roles. Al principio, un antiguo marino, que
había administrado luego un pequeño bar en Amsterdam y vivía solo con su
esposa, visitaba a su médico para comunicarle que, dado el incremento continuo
de los dolores que padecía -debido a una enfermedad degenerativa incurable-
había decidido acelerar su muerte. Venía a pedirle ayuda. ¿Podía prestársela?
La película seguía con meticuloso detallismo todo el proceso que la legislación
exigía para aquella muerte asistida. Informar a las autoridades del Ministerio
de Salud de la decisión, someterse a un examen médico de otros facultativos que
confirmara el diagnóstico de paciente terminal, y refrendar ante un funcionario
de aquella entidad, que verificaba el buen estado de sus facultades mentales,
su voluntad de morir. La muerte tiene lugar, al final, bajo la cámara
filmadora, en la casa del enfermo, rodeado de su mujer y del médico que le
administra la inyección letal. Durante el proceso, en todo momento, aún
instantes previos al suicidio, el paciente se halla informado por su médico
respecto a los avances de su enfermedad y consultado una y otra vez sobre la
firmeza de su decisión. En el momento de mayor dramatismo del documental, el
médico, al ponerle la última inyección, advierte al paciente que, si antes de
perder el sentido, se arrepentía, podía indicárselo con el simple movimiento de
un dedo, para suspender él la operación e intentar reanimarlo.
Como este documental, que se ha difundido en algunos
países europeos y prohibido en muchos más, provocando ruidosas polémicas, fue
filmado con el consentimiento de los personajes y es promovido por las
asociaciones que defienden la eutanasia, se lo ha acusado de `propagandístico',
algo que sin duda es. Pero ello no le resta autenticidad ni poder de
persuasión. Su gran mérito es mostrar cómo una sociedad civilizada puede ayudar
a dar el paso definitivo a quien, por razones físicas y morales, ve en la
muerte una forma de liberación, tomando al mismo tiempo todas las precauciones
debidas para asegurarse de que esta es una decisión genuina, tomada en perfecto
estado de lucidez, con conocimiento de causa cabal de lo que ella significa. Y
procurando aliviar, con ayuda de la ciencia, los traumas y desgarros del
tránsito.
La más grave de las decisiones. El horror a la muerte
está profundamente anclado en la cultura occidental, debido sobre todo a la
idea cristiana de la trascendencia y del castigo eterno que amenaza al pecador.
A diferencia de lo que ocurre en ciertas culturas asiáticas, impregnadas por el
budismo por ejemplo, donde la muerte aparece como una continuación de la vida,
como una reencarnación en la que el ser cambia y se renueva pero no deja nunca
de existir, la muerte, en Occidente, significa la pérdida absoluta de la vida
-la única vida comprobable y vivible a través del propio yo-, y su sustitución
por una vaga, incierta, inmaterial vida de un alma cuya naturaleza e identidad
resultan siempre escurridizas e inapresables para las facultades terrenales del
más convencido creyente de la trascendencia. Por eso, la decisión de poner fin
a la vida es la más grave y tremenda que puede tomar un ser humano. Muchas
veces se adopta en un arrebato de irracionalidad, de confusión o desvarío, y no
es entonces propiamente una elección, sino, en cierta forma, un accidente. Pero
ese no es nunca el caso de un enfermo terminal, quien, precisamente por el
estado de indefensión extrema en que se halla y la impotencia física en que su
condición lo ha puesto, tiene tiempo, perspectiva y circunstancias sobradas
para decidir con serenidad, sopesando su decisión, y no de manera irreflexiva.
Para esos 130 desdichados que, violando la ley, ayudó a morir, el Dr. Jack
Kevorkian no fue el ángel de la muerte, sino el de la compasión y la paz.
FORUM LIBERTAS Digital 17
de junio de 2004
Contra la eutanasia
Por Pablo J. Gines
La
votación del martes en las Cortes fue abrumadoramente contraria a la propuesta
de Esquerra Republicana de Catalunya de legalizar la eutanasia, pero el Partido
Socialista se opuso sólo alegando una cuestión de procedimiento, y dejó el tema
para futuras reformas. Puesto que los defensores de la eutanasia mantienen
agitado el debate social en todo el mundo occidental, es bueno tener claro por
qué no es bueno legalizar la eutanasia.
En primer
lugar, la eutanasia legal trae consecuencias evitables en la sociedad. Por un
lado, favorece una “pendiente peligrosa” en contra del derecho a la vida en
otros campos. Por ejemplo, en Holanda, la eutanasia se aplica no ya a enfermos,
sino simplemente a gente que no quiere vivir, como el senador socialista
octogenario Brongersma, que pidió y logró ser “finalizado” no porque estuviese
enfermo o deprimido, sino porque estaba cansado de vivir. (…)
Por otro
lado, la eutanasia, como el suicidio,
es contagiosa. Una vez que una persona deprimida se suicida,
otras personas deprimidas de su entorno pueden copiar su comportamiento con más
facilidad. Esto es así en suicidios con o sin asistencia, lo cual incluye la
eutanasia.
Esta ley,
además, dificultaría el trabajo de los terapeutas que trabajan con
minusválidos, deprimidos, enfermos. Las personas que ayudan a otros a vivir con
una grave minusvalía o en duras circunstancias ven su trabajo saboteado por la
otra opción, la eutanasia, que legalizada aparece con atractiva insistencia
como una salida fácil para el enfermo.
En segundo
lugar, la posibilidad de la eutanasia tiene incidencia en las relaciones
humanas. Empeora, por ejemplo, la relación médico-paciente e incluso la relación
paciente-familiares, ya que ¿cómo podrían los enfermos, ancianos o
incapacitados seguir manteniendo aquella plena confianza en quienes, hasta
ahora, tenían por obligación —casi sagrada— procurar la sanación de sus
dolencias? ¿Quién impondrá a la víctima potencial el deber de confiar en su
verdugo? ¿Quién podrá devolver a los enfermos holandeses su sentimiento de
confianza en la clase médica? ¿Y cómo creer en que el médico va a esforzarse
por sus vidas si los mismos parientes presionan en un sentido contrario?
Por otra
parte, la muerte asistida no es solicitada por personas libres, sino casi
siempre por personas deprimidas, mental o emocionalmente trastornadas. Cuando
uno está sólo, anciano, enfermo, paralítico tras un accidente, es fácil sufrir
ansiedad y depresión que llevan a querer morir. En un país sin eutanasia, los
médicos y terapeutas se esfuerzan por curar esta depresión, devolver las ganas
de vivir y casi siempre tienen éxito si el entorno ayuda. Por el contrario, en
un país con eutanasia, en vez de esforzarse por eliminar la depresión, se
tiende a eliminar al deprimido “porque lo pide”.
En tercer
lugar, fundamentalmente, la eutanasia pervierte la ética médica que, desde
Hipócrates, se ha centrado en eliminar el dolor, no en eliminar al enfermo. Por
eso, la solución no es la muerte sino la inversión en cuidados paliativos que
ayuden al enfermo a morir sin dolor.
Por su
parte, muchos médicos insisten en que la eutanasia, como el aborto, no son
actos médicos, ya que el fin de la medicina es curar y, si no se puede curar, al
menos, mitigar el dolor, y en todo caso atender y acompañar. La eutanasia no
cura nada. Los médicos que entran en una mentalidad eutanásica la incorporan a
toda su visión profesional y olvidan a Hipócrates.
Finalmente, desde el punto de vista de los
derechos humanos, la eutanasia está lejos de ser uno. No está recogido, por
ejemplo, en el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Según su Tribunal, en el caso de Dianne
Pretty en el año 2002, no existe el derecho a procurarse la muerte, ya sea de
manos de un tercero o con asistencia de autoridades públicas, ya que el derecho
a la autonomía personal no es superior al deber de los Estados de amparar la
vida de los individuos bajo su jurisdicción.
(…)
Con todo,
el mejor argumento contra la eutanasia siempre será el testimonio de miles de
hombres y mujeres en circunstancias dificilísimas que, apoyándose mutuamente,
con la ayuda de sus valores, su familia, amigos o profesionales demuestran día
a día que la dignidad del hombre les lleva a vivir y enriquecer la vida de
otros.